NO DISPAREN AL PIANISTA
En el saloon, ese lugar donde, una vez cobrado el jornal, los vaqueros
acudían a jugar, beber y dirimir disputas, se solía colocar un cartel cerca del
piano con la leyenda: Por favor, no
disparen al pianista. El sentido no era otro que el de alentar a los
pistoleros a que se matasen entre ellos, pero que tuvieran cuidado de no herir
a inocentes de cuyo trabajo, además, dependía el espectáculo del local.
Evolución
más o menos lógica serían los honky tonks,
por lo general rudos locales del más profundo sur estadounidense, normalmente
cercanos a poblados mineros, enclaves militares o lugares de extracción de
petróleo, que, al igual que en las cantinas del viejo oeste, servían
alcohol a los obreros en sus ratos de asueto, ofreciendo espectáculos de pianistas o de pequeñas bandas.
Con la llegada de la modernidad el cartelito mutó en una rejilla metálica, que
se activaba en cuanto el personal comenzaba a hacer gala de su mal beber,
salvaguardando a los músicos de objetos voladores y transformando el escenario en
una especie de jaula desde la que poder seguir tocando.
La máxima y
más macabra expresión de tirotear a gente inocente en un bar la podríamos
encontrar en la histórica sala de conciertos parisina Bataclan, cuando unos
individuos dispararon indiscriminadamente sobre la multitud durante un ataque terrorista.
Almería, ciudad
conocida mundialmente por haber sido escenario de rodaje de innumerables
westerns durante las décadas 60 y 70, vivió su propio episodio cuando en enero
de 1905, Adolfo Olmedo, profesor de piano que actuaba diariamente en el famoso
Café Suizo de la capital, situado en el Paseo de Almería, moría apuñalado como
consecuencia de un peculiar asunto amoroso.
Con el devenir del tiempo
el significado del anunciado cartel ha derivado en algo así como instar a tener
cuidado de no dañar a los inocentes que no participen en la pelea. Ejemplos no
faltan, desde los bombardeos de hospitales infantiles de Alepo o la culpabilización
de la crisis a los funcionarios públicos.
El pianista nunca tiene la
culpa de que el whisky sea de ínfima calidad, ni de que la ruleta esté trucada,
ni de que las cartas estén marcadas, ni de que a las chicas del can-can les
preocupe más nuestra cartera que el corazón. Es más, ni siquiera suele tener la
culpa de que el piano esté desafinado, generalmente propiedad del mal encarado
dueño del local al que, parapetado tras la barra con una recortá, nadie se atreve a disparar a pesar de, en este caso,
probablemente, sí ser responsable de todo lo anterior. Por eso, por favor, no
disparen al pianista; aunque sea el de Cine de Barrio.
Antonio Jesús García
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