jueves, 17 de octubre de 2013

Caníbal, una historia de amor


CANÍBAL, UNA HISTORIA DE AMOR

Se pueden esgrimir varias y diferentes razones por las que resulta aconsejable ir al cine a ver Caníbal, la nueva película del cineasta almeriense Manuel Martín Cuenca, paisanajes aparte, evidentemente.
Una de ellas sería la soberbia interpretación que hace Antonio de la Torre de un prestigioso sastre, a la vez que depredador,  de la alta sociedad granadina llamado Carlos. Otra es la exquisita fotografía  del film, firmada por Pau Esteve Birba, cada escena, cada plano, cada detalle, bordea la excelencia, si es que no la consigue. Prodigiosos los encuadres, la angulación de cámara; todo está en su sitio, nada sobra y nada falta. Otra sería porque, qué leches, seguro que es mejor y más provechoso que quedarse en casa hipnotizado por la televisión. O simplemente porque es muy buena, jodidamente buena.
Pero la razón más importante es la frase que figura en el cartel antes del título de la película, y justo debajo de esa fascinante y subyugadora “Pietà”, que a buen seguro habría hecho sonreír al mismísimo Buonarroti: “una historia de amor”. Es una historia de amor, la su director Manuel Martín Cuenca por el Cine con mayúsculas. Por el cine como expresión artística, por el cine que cuenta historias, que hace pensar y que conmueve. Un cine minimalista hasta la exasperación, despojado de cualquier ornamento pero meticuloso hasta el milímetro. Un amor que le hace ser honesto hasta el extremo de no realizar ninguna concesión y no permitirse la más mínima broma, ni tan siquiera algo de humor negro. Ni se hacen preguntas, ni se admiten prisioneros, a pasar por la quilla todo el mundo. Amor por un cine de claro corte europeo, donde teje a la perfección los diferentes niveles de lectura de la obra, aunando, en esta ocasión, la truculencia de la historia con una enorme carga de un castizo simbolismo religioso católico y la cotidianeidad del horror en un personaje que podría ser nuestro vecino del quinto. Probablemente lo más desconcertante de todo no sea la historia narrada, sino la madurez con que Manolo la afronta. Ese amor es el que hace que Martín Cuenca se nos presente con la sensibilidad y juicio de un gran director, facturando una cinta más propia de un maestro consagrado de más de setenta años que de alguien de su edad. Esa historia de amor por el cine de Manolo es, a su vez, la que alimenta la nuestra, la que hace que uno se reconcilie con un medio que algunos se empeñan en desprestigiar.
Concluir con una petición al caníbal Carlos, aún a riesgo de indigestión, alterar su dieta de bellas mujeres incluyendo al señor Montoro en el menú.




Antonio Jesús García

(Publicado en La Voz de Almería, 17/10/13)



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