CANÍBAL,
UNA HISTORIA DE AMOR
Se
pueden esgrimir varias y diferentes razones por las que resulta aconsejable ir
al cine a ver Caníbal, la nueva película del cineasta almeriense Manuel Martín
Cuenca, paisanajes aparte, evidentemente.
Una
de ellas sería la soberbia interpretación que hace Antonio de la Torre de un prestigioso
sastre, a la vez que depredador, de la alta
sociedad granadina llamado Carlos. Otra es la exquisita fotografía del film, firmada por Pau Esteve Birba, cada
escena, cada plano, cada detalle, bordea la excelencia, si es que no la
consigue. Prodigiosos los encuadres, la angulación de cámara; todo está en su
sitio, nada sobra y nada falta. Otra sería porque, qué leches, seguro que es mejor
y más provechoso que quedarse en casa hipnotizado por la televisión. O
simplemente porque es muy buena, jodidamente buena.
Pero
la razón más importante es la frase que figura en el cartel antes del título de
la película, y justo debajo de esa fascinante y subyugadora “Pietà”, que a buen
seguro habría hecho sonreír al mismísimo Buonarroti: “una historia de amor”. Es una historia de amor, la
su director Manuel Martín Cuenca por el Cine con mayúsculas. Por el cine como
expresión artística, por el cine que cuenta historias, que hace pensar y que
conmueve. Un cine minimalista hasta la exasperación, despojado de cualquier
ornamento pero meticuloso hasta el milímetro. Un amor que le hace ser honesto
hasta el extremo de no realizar ninguna concesión y no permitirse la más mínima
broma, ni tan siquiera algo de humor negro. Ni se hacen preguntas, ni se
admiten prisioneros, a pasar por la quilla todo el mundo. Amor por un cine de claro
corte europeo, donde teje a la perfección los diferentes niveles de lectura de
la obra, aunando, en esta ocasión, la truculencia de la historia con una enorme
carga de un castizo simbolismo religioso católico y la cotidianeidad del horror
en un personaje que podría ser nuestro vecino del quinto. Probablemente lo más
desconcertante de todo no sea la historia narrada, sino la madurez con que Manolo
la afronta. Ese amor es el que hace que Martín Cuenca se nos presente con la
sensibilidad y juicio de un gran director, facturando una cinta más propia de
un maestro consagrado de más de setenta años que de alguien de su edad. Esa
historia de amor por el cine de Manolo es, a su vez, la que alimenta la
nuestra, la que hace que uno se reconcilie con un medio que algunos se empeñan
en desprestigiar.
Concluir
con una petición al caníbal Carlos, aún a riesgo de indigestión, alterar su dieta
de bellas mujeres incluyendo al señor Montoro en el menú.
Antonio
Jesús García
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