EL PUTO AMO
Elvis era el más grande; sin duda, el puto amo. Aparte de
poseer la voz más maravillosa que probablemente haya dado la humanidad, por
mucho que ese honor se le otorgue al jefe de la pandilla de ratas, el Rey,
no nos engañemos, no dejaba de ser un paleto de Memphis y en 1970
protagonizó uno de los episodios más surrealistas de la historia de rock and
roll.
El 21 de diciembre de dicho año,
acercándose a la puerta principal de la Casa Blanca, el cantante manifestaba su
deseo de reunirse con el presidente Richard Nixon. Tras reconocerlo y
saber de sus intenciones los agentes de seguridad telefonearon a la oficina del
presidente. “Que ha llegado el Rey”, le dijeron al asesor de Nixon. Este
tras consultar la agenda del día dijo: “Pero si hoy no esperamos a ningún
monarca”. “No, no. El Rey del Rock. Está aquí en la puerta”, le aclararon.
El consejero presidencial Bud Krogh,
en una breve charla, y haciéndole ver lo imprevisto de su visita le encaminó a
volver al hotel y que a lo largo del día se pondrían en contacto con él. Dos
horas después Elvis y Nixon se reunían en el despacho oval.
Tras expresar su admiración por el
presidente, el artista manifestaba su deseo de, como Anacleto,
convertirse en agente secreto con el fin de salvar al país de las grandes
amenazas que, según él, representaban para Estados Unidos: las drogas, los
hippies y los Beatles. Al poco rato Nixon imponía en la solapa a Elvis
una improvisada insignia que le acreditaba como agente antidrogas encubierto.
Este suceso ha podido servir de
inspiración al ministro del Interior Fernández Díaz para nombrar
comisario de honor al periodista Francisco Maruenda.
Si el gabinete presidencial vislumbró
en el encuentro entre la estrella del rock y el mandatario americano una
oportunidad para mejorar la imagen del segundo entre los jóvenes, cuesta
entender las razones del ministro para tal decisión, tomada, no sabemos si por
él solo o en consenso con Marcelo, su amigo invisible.
Si hace cuarenta y seis años hubo un
listo que intentó aprovecharse de la ingenuidad del otro, en la actualidad
resulta difícil identificar cada papel. Conviene recordar que el señor ministro
era, según sus propias, un pecador, que vivió su epifanía en Las Vegas, la
ciudad del pecado y estrechamente ligada a la caricaturesca imagen de un Rey
del Rock metido en carnes en el ocaso de su carrera. No es difícil imaginarse
al ministro, finstro, pecador de la pradera, entre colillas, máquinas
tragaperras, ligueros y restos de alcohol, como Nicolas Cage en Leaving
Las Vegas.
Con anterioridad el socialista Pérez
Rubalcaba había otorgado al director de La Razón la medalla al
mérito policial. Curiosa la afición de los ministros del Interior con este
señor.
Antonio Jesús García
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